Las miradas cruzadas, amenazantes, reflejan la tensión que se respira en la desatendida barriada de las Doscientas viviendas. A pesar de que reina una calma aparente, propiciada por un ingente dispositivo policial, se respira un aire viciado. Una semana después del asesinato a navajazos de un senegalés de 28 años, da la sensación de que los disturbios y las peleas rebrotarán en este enclave multiétnico más pronto que tarde. «Este barrio es una bomba. Lo que ha pasado es sólo el principio. Aún queda lo peor», coinciden los escasos residentes españoles en este suburbio.
Situadas a cinco minutos del centro de Roquetas de Mar, las Doscientas es un barrio construido en los primeros años setenta para acoger a los almerienses que regresaban de Alemania y se hizo marginal «hace seis o siete años». Es una galaxia aparte. Es un mundo de marginación, de crisis económica, de paro... Sus perniciosos efectos se dejan notar nada más penetrar en sus calles, con baldosas levantadas, signo del olvido en el que, protestan los vecinos, las autoridades han sumido al enclave. Gentes de cualquier rincón del mundo -en Roquetas se asientan, no conviven, 107 nacionalidades y poco más de 80.000 habitantes, el 30% inmigrantes- ocupan su tiempo libre hablando, mirando al cielo. «Aquí no hay trabajo», se queja Eriku, ghanés, en un inglés de Primaria. Él, como la mayoría de africanos, se sacrifica en los invernaderos por un salario diario que ronda los 35 euros por, en teoría, ocho horas de trabajo. Ahora, hay competencia. «Han venido los rumanos y trabajan por quince euros. Y claro, a nosotros ya no nos contratan», se molesta. Aunque algunos esquivan el empleo.
Según cuenta un funcionario del Ayuntamiento, hace años era habitual que los terratenientes se acercaran a los barrios marginales de cualquier pueblo del Poniente almeriense en busca de mano de obra barata. Llegaban con su furgoneta y reclutaban el 'producto' entre los africanos sentados en cualquier esquina. «Se ha acabado. Pero siguen comiendo y con el recorte de las ayudas de emergencia social -el Consistorio roquetero las ha reducido en un 50%, relata- no tienen dinero. Todo eso hace que las ánimos estén calientes y a la mínima, saltan», explica este trabajador social.
Y brotan las peleas, las muertes, por asuntos tan «banales» como un ruido molesto. Ocurrió el sábado 6 de septiembre a las 23.00 horas. Ousmane Kote, el fallecido, bajó al locutorio a llamar a su familia en Senegal para decirles que el lunes podían recoger el dinero que les había enviado. En el camino, en la asfixiante calle Pedro Salinas -la primera de una serie de sendas paralelas, todas dedicadas a poetas-, se topó con una discusión entre un amigo subsahariano y Juan José 'El Lilo' o 'El Gitano', apodos del supuesto asesino, acompañado por varios menores -todos detenidos-. El amigo de la víctima lanzó un cubo de agua al delincuente, que sigue en busca y captura. Se enzarzaron en un trifulca y dos navajazos segaron la vida de Ousmane. Luego, en las madrugadas del domingo y el lunes, surgieron los altercados, la tensión, la quema de casas de personas relacionadas con el agresor...
«Es un hecho aislado». Ésa fue la explicación de Gabriel Amat Ayllón, alcalde de Roquetas (PP). Los vecinos, sin embargo, no lo comparten. «¿Que no diga tonterías! Hay peleas cada día por culpa de la droga. Nada de racismo. Además, él es quien ha traído aquí a todos los inmigrantes», relata José Manuel Cervilla. Ésta, sin embargo, no es la única discrepancia entre los residentes y su regidor, que declinó hacer declaraciones a este periódico. «No le he visto nunca por aquí. Nos tiene abandonados», reprocha Esteban Martínez.
En cambio, le afean, Amat se obsesiona por dar lustre a la «urbanización», el área del lujo. Y es que hay tres Roquetas. Una, la del centro, donde está el Ayuntamiento, los supermercados, los bancos y pocos hoteles de cuatro estrellas en los que se concentran los jubilados españoles más preocupados por que el bufet del desayuno esté bien surtido de churros que por los disturbios de las Doscientas, con casas de dos alturas con ventanas enrejadas.
Otra, la de la marginación, la que como único paisaje de fondo observa los invernaderos, ahora en época de escasa actividad, y de prostíbulos clandestinos en los pisos: «Tiran los condones por la ventana». Y la tercera, la del lujo. La de los casinos, coches de caballos, playas inmensas. En la que los únicos extranjeros son ingleses y alemanes ávidos de sol y cerveza.
'Puentes' en las farolas
Es duro el contraste. En sólo tres kilómetros se pasa de la opulencia a la pobreza. Y hace doloroso entrar en una casa de un barrio en la que los inmigrantes hacen 'puentes' a las farolas para iluminar su casa. La primera sensación que golpea al visitante es un nauseabundo olor, mezcla de la suciedad, el sudor -la ducha es un privilegio y el agua caliente un tesoro-, y la gran cantidad de especias con las que condimentan sus comidas. Se siente un agobio que deriva en claustrofobia al entrar en la habitación. En apenas cuatro metros cuadrados hay dos camas, colocadas de forma perpendicular para ahorrar espacio, y una mesita, que hace las veces de despensa. Nada de armarios. En realidad, no se necesitan porque senegaleses como Ismael Cassamasa, que no sabe ni la edad que tiene, -«Pon 30»- sólo disponen de un par de camisetas, otro de pantalones y una cazadora para pasar el invierno. «No hay dinero».
Aunque él se considera afortunado. «Otros tienen que dormir en el suelo. Y en algunas casas viven hasta 15 personas», explica. La siguiente estación es la cocina. Da pena: grasa, una nevera de los primeros años de la transición de la marca Zanussi, con un cartón de leche y un bote de mahonesa caducado como únicos inquilinos.
El salón, en cambio, es espacioso. Con una televisión más que digna y la conexión a la parabólica, un elemento que puebla las fachadas de las Doscientas -«son para ver los canales de nuestro país»- y que compite con la ropa tendida en la ventanas y los carteles de 'se vende' en antiguos hogares de españoles.
Ismael abona cien euros al mes por una habitación que comparte con un amigo. «Funcionan con un fondo común para pagar la luz, el agua... Y luego en algunas también sirve para comprar comida», asegura un senegalés que lleva 20 años en España.
Conducir sin carné
En ello invierten un porcentaje de su sueldo. Lo mínimo. El grueso lo destinan a su país, a sus familiares. Kofi, un joven ghanés de 20 años, manda a sus parientes 300 euros, la mitad de su salario. La otra parte se le va entre el alquiler (150) y la comida y algunos caprichos: «Algún porrito que otro», concede. Otros optan por ahorrar y comprarse un coche de segunda mano. «Aunque no tenemos carné de conducir, ni papeles, pero la policía tampoco nos para», admite un africano.
«Y si lo hace, les da igual porque no les hacen nada. Mean en la calle, en los coches. No te dejan pasar. Son unos maleducados», recrimina María López, una anciana que malvive «angustiada». «Sólo salgo por las mañanas. Y, a mi edad, lo único que quiero es vivir tranquila lo poco que me queda. Pero así no puedo», solloza tras comprar dos barras de pan por treinta céntimos la unidad.
Desde su ventana, observa cómo se trafica con droga. Cada 'oficina' de los camellos, la mayoría gitanos o nigerianos, está marcada con botellas de plástico o zapatillas colgadas de los cables de la luz. Así marcan su terreno, como lo hacía 'El Gitano'. Territorio comanche, ahora accesible por la presencia policial. «Pero no quiero ni pensar lo que ocurrirá cuando se vayan».
domingo, 14 de septiembre de 2008
Tensión en la barriada de la marginación
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