Hace poco, saltó la polémica por la muerte provocada a la italiana Eluana Englaro. ¿De dónde ha salido la idea de eutanasia, que tanto muertos ha provocado con y sin normativa estatal? Se ha prodigado la frase “calidad de vida”, y se termina pensando que el valor de la vida depende de su bienestar. No somos cosas sino personas y todos de la misma dignidad. Ricos y pobres, sanos y enfermos, nacidos y no nacidos, adultos y jóvenes, ancianos y niños, somos todos dignos de atención y de aprecio, y más cuando somos más frágiles; incluso el delincuente tiene dignidad como persona y la sociedad debe rescatarle de su mala conducta. Los términos “calidad de vida” facilitan el pensamiento de que unos merecen vivir y otros no. La cultura de la muerte viene de la mano de un lenguaje amañado para que penetren ideas rechazables y rechazadas. Las ideas de eutanasia se inspiran en la eugenesia de Francis Galton y en el darwinismo social, que llevó al jurista Kart Binding y al psiquiatra Alfred Hoche, en Alemania, en los años 20, a desarrollar ideas que justifican la destrucción de vidas que decían sin valor para la sociedad. Los nazis fueron quienes primero las pusieron en práctica, por una normativa de Hitler ( código de acción T4). En un momento de crisis económica, unida a una gran crisis moral sobre todo de los gobernantes, difundían slóganes para hacer pensar que “hay vidas que no merecen” o que son indignas porque consumen los recursos de la nación. Y empezaron a cargarse a síndromes de Down, a enfermos psíquicos y físicos de hospitales, a inválidos y no sólo a judíos. Luego, una notificación de defunción a los familiares y la hipócrita condolencia ( entre otros, se cargaron a un primo del Papa actual, muy querido suyo). Decir sí a la eutanasia es considerar que la vida no es un valor en sí misma sino que tiene un valor relativo, según sus cualidades. Esas ideas conducen a una pendiente muy peligrosa. Empiezan por matar de hambre y de sed, siguen por inyecciones letales a ancianos y a enfermos terminales con el visto bueno de la familia o sin él en hospitales y terminan matando a quienes no son enfermos crónicos ni enfermos graves pero que no pasan el control de calidad. Es una vorágine, como la del cazador insaciable. Cuando Hitler, por temor a la reprobación del Vaticano, prohibió la práctica eutanásica, los médicos convertidos en verdugos, continuaron. El hombre que pierde la moral, es la mayor fiera.
Josefa Romo
sábado, 28 de febrero de 2009
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