domingo, 23 de septiembre de 2012

Hablan los familiares de las víctimas de Paracuellos



LAEDICION.NET.-:/ Redacción.-El camposanto de Paracuellos es un cementerio pelado. Lo que en Estados Unidos serían colinas verdes y guardias de honor, aquí son explanadas pardas y alcornoques con la base encalada. En Paracuellos no hay ningún corneta que al anochecer toque una nana. Las cruces irregulares están manchadas de vejez y la pintura de los nombres de los asesinados hace 75 años y pico ya se ha borrado… En realidad, hace décadas que se borró. Lo único que da color al cementerio son las flores falsas, de plástico rosa, atadas a unas pocas cruces. Aquí, el tiempo va despacio, pero no se detiene.

Hace muchos años, en la primera mitad del siglo pasado, noviembre de 1936, el Gobierno republicano huyó a Valencia y dejó atrás un Madrid sitiado y una Junta de Defensa gobernada de hecho por media docena de agentes soviéticos. La República había armado al pueblo, pero había perdido las estructuras esenciales para el Gobierno: judicatura, ejército, administración, comercio exterior, universidad… Los pilares de aquella estructura estaban en las cárceles: entre ocho y veinte mil hombres -magistrados, jefes y oficiales, abogados, profesionales, profesores, políticos, escritores y estudiantes- “desafectos” a la República. Los llamaron quintacolumnistas.

Ninguno de ellos tuvo un juicio. No hubo jamás una acusación formal (el escritor Pedro Muñoz Seca diría a sus verdugos: “Vosotros no sabéis por qué me matáis, pero yo sí sé por qué muero”). Con el frente de combate a menos de doscientos metros de la cárcel Modelo, los comunistas comprendieron que aquellos presos eran una fuerza formidable de mando -los oficiales- y de reconstrucción -miles de civiles y cientos de religiosos-.
Una promesa providente laica
La solución final fue matarlos. Cada día, desde el 7 de noviembre, fueron sacando a los presos de las cárceles y los llevaron en camiones hasta al arroyo de San José, cerca de Paracuellos: un lugar perfecto para una matanza rápida porque la tierra es arenosa y ni siquiera hace falta pico para excavar una fosa profunda. Con una pala basta.

Los milicianos bajaban a los presos de diez en diez, les ataban las manos, les disparaban y obligaban a los vecinos a empujar los cadáveres a las fosas y enterrarlos. Hasta el 4 de diciembre, entre tres mil y cinco mil hombres fueron asesinados siguiendo un plan diseñado en un despacho y aprobado por cada uno de los miembros de aquella Junta de Defensa.

Entre otros tantos, a José Cuquerella lo sepultaron en la arena de Paracuellos. Este excapitán de Infantería de Marina, casado y padre de cuatro hijos, tenía 33 años cuando lo mataron. No quiso jurar la Constitución de 1931 y dejó el Ejército para reintegrarse a la vida civil como abogado. Lo asesinaron por “faccioso” (se carteaba con Primo de Rivera), por su fe -era presidente de la Asociación de Familias Católicas de Castilla la Nueva- y por defender el orden. Así fue. Dos meses antes de la sublevación, el 2 de mayo, un grupo de comunistas ocupó el ayuntamiento ciudadrealeño de Calzada de Calatrava y asesinó a los guardias civiles que lo custodiaban. José Cuquerella recuperó sus galones y se enfrentó a tiros a los comunistas, a los que capturó y entregó. Sin embargo, alguien cercano a su casa -la prima de una asistenta- lo denunció. “En junio le detuvieron y le encarcelaron en la Modelo”, cuenta a su nieto, Marcial Cuquerella, director general de Intereconomía Televisión.

Durante la estancia en prisión, las autoridades republicanas le ofrecieron el rango de coronel si se pasaba al bando republicano y apostataba de su fe. Su respuesta le reservó para la eternidad la última tumba a la izquierda en el camposanto de los mártires de Paracuellos.

“A mi abuela nunca le dijeron que lo habían matado, no se enteró hasta que entraron las tropas nacionales al final de la guerra”, relata Cuquerella. Fue un primo de su padre quien localizó el cuerpo y quien vio el agujero en la guerrera, a la izquierda del pecho, que dejó la bala que lo mató. Directa al corazón. En el bolsillo encontraron el anillo de casado que el excapitán había escondido.

El padre de Marcial Cuquerella era tan pequeño cuando lo mataron, que ni siquiera le quedó recuerdo alguno. “Lo más importante que aprendí de mi padre fue el perdón, la capacidad de perdonar. Es un perdón sincero, un perdón del alma”, dice Cuquerella, que representa la tercera generación tras la guerra y que cuenta lo que sucedía en casa cuando Santiago Carrillo -que en noviembre y diciembre de 1936 era el responsable máximo de Orden Público de la Junta de Defensa- salía en la televisión: “Mi padre cambiaba de canal y rezaba. Ha sido una enseñanza que he llevado siempre con gran orgullo y honor”.

Perdonar, pero no olvidar. La familia Cuquerella no pretende juzgar y castigar -setenta y cinco años después de los hechos- a Santiago Carrillo. “No creemos en una promesa providente laica. Mi abuelo está muerto, mi padre vivió con ese trauma y eso no se va a arreglar metiendo a Carrillo en la cárcel”, sentencia Cuquerella.

Algunos lo vieron de forma diferente. Entre ellos está José Antonio Esquíroz, hijo de Eugenio Esquíroz, coronel en la reserva y falangista, y hermano de Fernando, un adolescente de 16 años. Los dos estuvieron presos en la Modelo. Solo uno moriría en Paracuellos.

La quinta columna
Eugenio Esquíroz estuvo en la primera saca de la madrugada del 6 al 7 de noviembre. Cuando Fernando se enteró de que se llevaban a su padre, quiso marcharse con él. Eugenio, presintiendo la muerte, le impidió que subiera a su camión. “Mi hermano quiso morir con él, pero mi padre se lo quitó de encima a manotazos”, relata José Antonio Esquíroz.

No fue la única vez en la que el joven Fernando estuvo cerca de morir. Poco después, volvió a salvarse en el último instante, fue gracias a la intervención de un anarquista, el ‘ángel rojo’, Melchor Rodríguez. “Para mí siempre será don Melchor”, dice emocionado José Antonio. La muerte encontraría por fin a su hermano pocos años después en la estepa rusa vestido con el uniforme de la División Azul.

Lo demás es conocido: el 14 de diciembre de 1998, el propio José Antonio Esquíroz y el abogado Fernando Pazos, de la Asociación de Familiares y Amigos de las Víctimas del Genocidio de Paracuellos, presentaron una querella contra Santiago Carrillo. Y no solo contra él, sino contra el PSOE, el PCE y, como responsables subsidiarios, el Estado y la Comunidad de Madrid. Baltasar Garzón, que instruyó -por reparto- la causa, desestimó la demanda con su bombo mediático habitual y acusó a los querellantes de “mala fe procesal, abuso de derecho y fraude de ley”.

En aquel auto, Garzón hizo propios los argumentos del Ministerio Fiscal que decían: “Los decretos leyes y leyes de amnistía dictados […] vedan de una forma total y absoluta cualquier posibilidad de reiniciar la persecución penal por los actos realizados en nuestra Guerra Civil”. Además, el magistrado asumía como suya la tesis del fiscal sobre irretroactividad de las leyes penales contra el reo y la falta de tipicidad del delito de genocidio en el Código Penal en 1936.

Consideraciones sorprendentes de Garzón sobre la buena fe de otros al margen, la cuestión quedaba clara. Por si no bastaban los indultos de 1975 y 1977, la Ley de Amnistía de 1977, aprobada por las Cortes Generales, declaraba extinta la responsabilidad criminal de todos los delitos cometidos con intencionalidad política antes del 15 de diciembre de 1976. Aquellas leyes dejaban los juicios a la historia.

Por eso, el historiador Ricardo de la Cierva, hijo de otro asesinado en la primera saca de noviembre, el exdiputado conservador De la Cierva Codorníu, no se explica “el comportamiento antijurídico de Garzón, que se defiende asegurando que en Paracuellos no hubo delitos contra altos cargos de la nación… Pero de haber sido así, ¿qué más daría? Allí fusilaron a inocentes sin juicio previo”, sostiene.

El historiador solo tenía 10 años cuando se enteró de la muerte de su padre: “Lo supe justo al día siguiente. Estaba en San Sebastián y me lo comunicó Fernando Roldán, un teniente de artillería que estaba al tanto de todo lo que sucedía en la capital porque tenía hilo directo con Manuel Gutiérrez-Mellado -luego vicepresidente de Adolfo Suárez-, quien dirigía la quinta columna”.

De la Cierva cuenta que su padre llegó en la primera madrugada al arroyo de San José, pero que no lo fusilaron hasta las cuatro de la tarde. La tardanza se debió a que los verdugos ejecutaban a los prisioneros en grupos de diez. “La angustia tuvo que ser interminable. Luego, el fin. La mayoría gritaba ‘¡Viva Cristo Rey!’ antes de que les pegaran un tiro y los empujaran a las fosas”.
Un ratón y un gigante
De la Cierva no entiende por qué a Garzón solo le interesan las víctimas del bando republicano. “Me parece mentira que este juez, que hizo grandes cosas contra el terrorismo, haya tomado esta deriva. Desde que fue candidato como número dos por Madrid en las listas del PSOE en 1993 ha politizado mucho su actuación. Que no quisiera investigar los crímenes de Paracuellos y sí abrir las fosas del franquismo demuestra su falta de objetividad”.

La objetividad es lo que lleva a Amando de Miguel a rechazar, como la inmensa mayoría, intentos de usar la Justicia para remover tumbas… Sin embargo, sí que reconoce que una vez le retiró el saludo a Carrillo cuando este le extendió la mano. El motivo tenía nombre y apellidos: Tomás Bragado Rubio (primo de Amando de Miguel), un adolescente que fue capturado en el colegio en el que penaba el veraneo por sus malas notas y que fue asesinado en Paracuellos junto a los sacerdotes del colegio. “Ha sido la única vez en mi vida que he sido descortés con alguien, pero es que me resultaba imposible darle la mano al responsable de la muerte de mi primo y de tantos miles de inocentes”.

“Soy de los que opinan que no hay que olvidar, pero sí dejar de remover el dolor. Perdonar y no olvidar. Por eso jamás he promovido juzgar a Carrillo, ahora no tendría sentido”, explica de Miguel.

Sus palabras se recrudecen al hablar de Garzón. “Es un hipócrita y un cínico. Le gusta llamar la atención. No hay nada de piedad en lo que está haciendo porque se está aprovechando del dolor de otros para lucirse. Es doblemente siniestro”.

“Llamar crímenes contra la humanidad -concluye Amando de Miguel- solo a los delitos cometidos por un bando es absurdo. Y tampoco entiendo que se juzgue si Garzón es competente o no. En realidad, no hay nadie competente para juzgar lo que ocurrió hace setenta y cinco años”.

Marcial Cuquerella finaliza: “Que ahora juzguen lo que pasó entonces es ridículo. Miramos todo esto con lástima y con ganas de decirles: ‘Oye, que nosotros ya hemos olvidado, olvidad vosotros también’. La ley de memoria histórica, comparada con el perdón cristiano, es diminuta. Es como comparar a un ratón con un gigante. Mi esperanza siempre ha estado en Dios y en el perdón, y no en la Justicia”.

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