Rompo otra vez (¡Dios mío, qué informalidad!) mi promesa de ausencia hasta septiembre porque, de verdad, lo acaecido esta semana en España rebasa abundantemente los límites de una visita pastoral a los usos consuetudinarios de la Iglesia Católica. Personalmente me ha sorprendido la escasa, a veces nula, atención que la Prensa extranjera ha dedicado al Papa en Madrid. El mismo jueves, dos periódicos de estirpe conservadora como son el francés Le Figaro en Francia y el Frankfurter Allgemeine Zeitung en Alemania, despacharon la primera jornada española de Benedicto XVI con una parca atención. El alemán no consideraba noticia de primera página los redundantes, profundos e intencionados mensajes que su compatriota bávaro ofreció en Madrid. Estos ejemplos pueden representar la parquedad bastante endógena con que estos periódicos se ocupan de acontecimientos que no tengan por base su territorio; esa sería la explicación más tópica, pero no, el partido de fútbol Real Madrid-Barcelona y su secuela de incidentes insufribles sí tuvo más espacio en estos diarios.
Odios mediáticos
Fuera sin embargo de esta constancia, me apetece realizar algunas consideraciones incluso políticas (esa ha sido siempre mi dedicación profesional en el Periodismo) al hilo de lo dicho tan sabiamente por el Papa, de la recepción, más íntima que pública, que han tenido sus mensajes en el Gobierno laicista radical de Rodríguez Zapatero, de las agresivas e intolerantes respuestas de los ateos militantes y también de algún ejemplo de cómo algunos medios de comunicación españoles están glosando los entresijos de la trayectoria papal en España.
Empiezo por este último capítulo que me tiene realmente perplejo. Dejo al margen el odio previsible, pero también intrínsecamente cínico (una productora suya ha sido depositaria exclusiva de las imágenes del Papa) que el Grupo que preside el multimillonario marxista Jaume Roures ha desatado contra todo lo que supone no ya el catolicismo, sino, sobre todo, del propio concepto trascendente de Dios. Parecía desterrada de nuestra sociedad esa rabia destructora de la izquierda, pero ha resurgido y ¡con qué fuerza, con qué apoyo por parte del Gobierno que le regaló nada menos que una cadena de televisión!
Naturalmente, El País ha acompañado a su odiado colega Público en esta persecución insólitamente furiosa, pero la sorpresa la ha deparado, por ejemplo, el tratamiento que ha realizado del acontecimiento el que se supone que es todavía el periódico del centroderecha catalán: La Vanguardia. El pasado viernes, un cronista en Madrid (un individuo que lleva años en la capital de España, a la que deplora, y todavía no se ha enterado de en qué clase de sociedad está incardinado sin que nadie se meta con él) escribía textualmente que la imagen de Madrid ha sido la de una ciudad intolerante, ¡nada menos!, con los anticatólicos, y enormemente agresiva en el deporte. O sea, los pobres peregrinos que se atrevieron, porque les dio la gana, ¡faltaría más! a pasear por Sol y, asimismo, porque les apeteció, se pusieron allí mismo a rezar las plegarias de su elección, fueron los intolerantes frente a una tribu de desarrapados insultones, agresivos, feroces que amenazaban a los chavales con extraordinarias y piadosas plegarias como esta: “¡Os vamos a quemar otra vez como en el 36!”. Intolerantes dice el bodoque catalán amargado en Madrid. ¡En qué país vivimos!
El Gobierno, por su lado, ha tragado quina en estos días. La zafia sonrisa de Zapatero en el acto de llegada a Barajas, reflejaba, como ninguna otra instantánea, el horror despreciativo que le han producido a este Gobierno las pertinaces palabras de Benedicto XVI a favor de la vida y de la dignidad humana, y a favor, sobre todo, de la libertad. Aquella denuncia: “Hay quienes creen que tienen el derecho a decidir quiénes tienen que vivir”, fue una condena directa, sin paliativos, a la Ley de Aborto Libre producida por el anticatolicismo beligerante de Zapatero (lo de Aído en esto es una broma chusca). También fue una advertencia, luego domésticamente repetida durante la audiencia que el Papa concedió (nunca mejor utilizado este verbo) a la eufemística ley de muerte digna, torticera envoltura que prepara este Gobierno agónico en las vísperas mismas (ojalá que sea así) de concluir su penosa gobernación.
Recuérdese a este respecto que hace días Ramón Jáuregui, un ministro que al parecer se confiesa católico, aunque no se sepa en qué grado, avisaba al Papa de que no se atreviera a formular crítica alguna a su Gobierno. Pero, ¡en qué país vivimos! ¿Quién es un ministro de un Gobierno en la UVI para coartar la libertad de expresión del jefe de la más poderosa, influyente y benéfica Iglesia del mundo? Están estos socialistas tan acostumbrados a perseguir a quien no piensa o actúa como ellos que, en el colmo de la osadía totalitaria, tienen la desvergüenza de exigir que los demás no se expresen como les parece. Claro está que el Papa, como dicen los castizos, ha hecho a Jáuregui y a su presidente “nulo caso omiso”. Ha denunciado la falta de libertad, ha proclamado el valor intocable de la vida, ha fotografiado como nadie la persecución que sufren los católicos en “la secularizada Europa”, ¡qué decir de España!, y ha pedido a todos, a los jóvenes más, “que no se avergüencen del Señor”. Este hombre no ha venido aquí para cumplir un trámite y mucho menos para quedar bien con un Gobierno que durante ocho años ha intentado desterrar de la piel española todo atisbo de la raíz cristiana de nuestra cultura.
Un líder subyugante
A cualquiera con la mínima sensibilidad intelectual le habrá conmovido la enorme, pantagruélica, capacidad de reflexión del Papa. En un país como el nuestro en el que, como hemos demostrado recientemente en La Gaceta, lo más sobresaliente es el páramo intelectual al que nos han llevado años y años de destrozo socialista en la educación y en la enseñanza, la arquitectura de pensamiento del Papa aparece como un lujo para todos, incluso también para los que no se consideren estrictamente católicos. Sus discursos están llenos de argumentos privilegiados, plenos de humildad en un profesor universitario cuya fama traspasa cualquier frontera. Aquí, en España, el signo mayor de nuestra distinción actual es la zafiedad cultural, ahora representada hasta la náusea por unos presuntos indignados a los que quieren copiar desde los comunistas más trasnochados hasta algún estulto miembro del Partido Popular que se piensa, en su impericia, que así le van a respetar mínimamente y no va ser objeto de las diatribas más abyectas.
Me complace finalmente destacar que este alemán pertinaz y sabio no ha venido a España a sobar el lomo a los jóvenes, a llenarles de piropos como si se tratara de un vendedor de aceites para la belleza femenina o de hormonas musculares para la rotundidad física de los chulos de gimnasio; no, el Papa ha proclamado las generales de su Verdad, la Verdad que comparten en el mundo millones de personas y que no resulta a veces especialmente confortable. Este es el Papa al que algunos llaman Ratzinger, como si este apellido prestigioso en Baviera fuera sinónimo de inquisidor implacable. Nada más lejos de la realidad: en tiempos de inane liderazgo mundial, Benedicto XVI es posible que sea el único en el mundo que tienen un atractivo indudable, indiscutible. Subyugante.
Carlos Dávila (La Gaceta)
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